Tras estampar el segundo sello del viaje en su credencial, Antonio subió a su habitación sintiendo a cada escalón como la ampolla estaba a punto de reventar. La habitación, con no más mobiliario que un par de literas, estaba desierta. Sin embargo, un par de mochilas sobre dos de los colchones le hicieron ver que no dormiría solo. Alberto se sentía sucio y maloliente, así que sacó su bolsa de aseo y su toalla de microfibra y se lanzó a las duchas.
¡Qué delicia! Ciertamente valoras poco cosas tan nimias como puede ser una ducha, hasta que de verdad la necesitas. Y es que tras horas y horas de penar, no hay cosa que le siente mejor a tu cuerpo que una ducha de agua caliente, aunque tengas que compartir el baño con decenas de desconocidos. Ya duchado y cambiado, bajó a la planta baja a contuverniar con el resto de peregrinos.
El albergue de O Porriño no es muy grande, lo suficiente como para estar a gusto, y no tanto como para sentirte en una cárcel. De arquitectura moderna, cuenta con una espaciosa cocina y un par de salas de estar. Pero lo que de verdad merece la pena del albergue es su situación al lado del río, y el pequeño trozo de césped que los separa. Deseoso como estaba de una ducha a su llegada, Alberto había olvidado que llevaba unas cuantas horas sin probar bocado, así que echó mano a su cartera para salir a comprar algo de comer. A un par de calles del albergue había un supermercado donde compró pasta, fruta y un par de botes de zumo, dando cuenta de uno de ellos nada más salir. Acudió raudo a la cocina del albergue, pues sus intestinos empezaban a danzar con una cadencia que aventuraba un hambre atroz.
Mientras calentaba sus macarrones, Alberto observaba al resto de peregrinos. En una mesa había dos hombres extremadamente altos, uno de ellos completamente rapado y el otro con el largo y grisáceo pelo recogido en una coleta. ¿Viaje de enamorados?. Según sus cálculos rondarían los 40. Un par de mesas a su izquierda, había cuatro jóvenes, tres chicos y una chica. La chica y dos de los chicos, uno de pelo largo y rubio, y el otro con menos pelo del que seguro gustaría de poseer, no pasarían de los 16. El otro, moreno y rechoncho sería su tutor, y rondaría los 29. Y a su lado, contemplaban el elenco de comensales un par de mujeres, una gordita y bajita y la otra alta y horriblemente fea. Galicia es tierra de tradiciones, de las gallegas, la Meiga es un personaje principal. Pues múltiples arrugas, ojos verdes como el fondo de una charca llena de ranas y la nariz aguileña terminada en una negra y algo peluda verruga, hacían de aquella mujer la viva imagen de una meiga.
Nuestro amigo se sentó solo y comenzó a devorar su comida. Concentrado en sus macarrones estaba cuando notó una mano que se cerraba en su hombro.
– ¿Qué tal? Me llamo Álvaro, ¿Quieres comer con nosotros? – le preguntó el tutor del grupo de chavales.
– Eso sería estupendo – respondió Alberto, feliz de tener gente con quien hablar.
Cogió sus cosas y se sentó con los jóvenes. ¡Qué equivocado estaba! Resultó que el que pensaba era el mayor de todos, era el más joven, de 14 años recién cumplidos, y hermano del chico rubio. La chica era la novia de éste, y el otro era un viejo amigo. No sería la única vez que sus preconcepciones serían erróneas. Se trataba de un grupo de jóvenes conquenses, que celebraban su paso a la universidad haciendo el camino. Resultaron ser gente muy agradable, y Alberto quedó con ellos para ir a tomar algo al atardecer. Primero habían de sestear unas cuantas horas.
Con fuerzas renovadas tras 1 hora y 45 minutos de siesta, Alberto, Álvaro, Carlos (hermano de aquel), Almudena y Fernando salieron a echar una cerveza en algún bar cercano. Se sentaron en una terraza al borde del casco antiguo, y los cuatro hombres comenzarían el que sería un ritual a partir de entonces: la partida de mus. Otra de las virtudes del Camino, es la completa falta de percepción del tiempo. Tanto cuando vas andando y te pierdes en tus pensamientos, como cuando pasas la tarde descansando, tienes la sensación de que el tiempo lleva un ritmo cambiante; lento y tedioso en las subidas, y fugaz en el llano.
Así dejaron pasar la tarde, y, cuando empezó a refrescar volvieron al albergue. Al llegar, en la planta baja se encontraron con el resto de jóvenes peregrinos, y para socializarse como dios manda, jugaron a Furor, juego que imita aquel programa que ya se puede considerar casi de tiempos del NODO, en el que hombres y mujeres se enfrentan micrófono en mano en una lucha por la primacía de un sexo sobre el otro. El juego, básicamente, consiste en reírse los unos de los otros.
Y así fue como conoció Alberto los tres pilares profanos del Camino de Santiago:
– La reflexión.
– El penar
– El conocer gente nueva.
Y así fue como Alberto descubrió como estos pilares se entrelazan entre sí, pues mientras trataba de conciliar las pocas horas de sueño que le restaban, su cabeza no paraba de dar vueltas yendo de un suceso a otro, olvidando el dolor que le producía aquella más que puñetera ampolla.
– Mañana será otro día – pensó para si – y esperemos que sea tan bueno como éste.
Adrián Cardo Miota
@CardufoDaConca